Cuento Contigo – Juveniles

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[av_toggle title=’QUÉ NO VI’A SER FELIZ (Fragmento) – Grabriela Armand Ugon’ tags=»]
Una semana antes de que llegaran mis tíos y primos, mi abuelo sufrió un percance. Intentando domar una yegua –aclaro que él domaba los caballos y no los jineteaba– pisó una espina de palmera que le atravesó la suela del calzado y se le incrustó en el talón. El dolor fue fuerte, pero rengueando un poco siguió trabajando sin darle mayor importancia, hasta que dos días después notó que la herida iba mucho más allá de un simple pinchazo. Cuando decidió ver al médico tenía una infección avanzada. Una caja entera de antibióticos y el pie en alto por lo menos una semana, fue lo recomendado.

Conseguir que el abuelo hiciera quietud fue tarea ardua. Pero más arduo aún era para Eulogio y Pereira –el otro peón– hacer el trabajo que comúnmente realizaban tres personas. Yo continuaba colaborando, pero no era suficiente; había que buscar a alguien que lo reemplazara.

Recuerdo la mañana en que llegó aquella parejita: Antonio y Fátima. Eran jóvenes, muy jóvenes los dos pero, según referencias, muy hábiles y trabajadores.

Antonio hacía todo el trabajo que abuelo no podía, y ella, Fátima, ayudaba a mi abuela en la elaboración de conservas, orejones y dulces. En casa de mis abuelos, como en toda casa de campo, se elaboraba casi todo el alimento que se consumía. Las distancias eran largas y no iban con frecuencia al pueblo, así que todo había que hacerlo allí mismo. Recuerdo que en invierno carneaban chanchos y hacían desde chorizos y morcillas hasta queso de cerdo. ¡Hasta el pan lo hacía mi abuela!

Y quien dejó un lindo recuerdo en mi memoria fue Fátima. Ella ayudaba a la abuela durante varias horas al día. Luego yo la veía trabajar en la pieza que ocupaba con Antonio. Lavaba y tendía la ropa, barría, cocinaba; ¡en fin!, hacía todas las tareas del hogar. Y cuando terminaba venía a matear y a charlar conmigo. No sé bien qué edad tendría, pero dudo mucho que fuera más de seis años mayor que yo. Era tan joven, casi una niña; sería por eso que tenía más afinidad conmigo que con mi abuela. Siempre estaba alegre, conversaba, reía mucho y hasta cantaba.

Yo, que odiaba hacer las tareas domésticas, con ella aprendí que no era tan aburrido si se hace cantando y bailando. Ella cantaba y bailaba todo el tiempo. Trabajaba con mi abuela cantando, barría bailando, cuando hacía la colada –como le llamaba al lavado de la ropa– no solo movía sus brazos fregando sino que zarandeaba todo el cuerpo y con su voz tarareaba algo.

Un día le pregunté quién le había enseñado a bailar.

–Naides –me respondió–. Cuando una es feliz canta y baila.

–¿Sos feliz? –le pregunté.

–¡Qué no vi’a ser! Si tengo todo. Además pronto seré mamá.

¡Estaba embarazada! Era tan joven y sería mamá…!

Me quedé un rato pensando… “Tengo todo” me había dicho. Y yo que vivía pidiéndoles juguetes a papá y mamá…

Yo no puedo decir concretamente qué aprendí de Fátima. Puedo contar que con ella tomé mis primeros mates, que supe lo que era fregar, que me mostró incluso cómo remendar un pantalón roto; hasta temas femeninos hablé con ella, temas que no me gustaba hablarlos con mi mamá… esas fueron cosas importantes, pero nada comparado con la alegría que me transmitía. Durante el poco tiempo que estuvo allí, yo aprendí algo que hasta el momento nadie me había enseñado: lo lindo que era reír, cantar y bailar.

Recuerdo que una vez se subió a una escalera para alcanzar la fruta que estaba en lo alto de un árbol. Vino Corcho anunciando su presencia allá abajo, y cuando al bajar Fátima quiso pisar tierra, tropezó con el perro y fue a parar a un tanque lleno de agua sucia que habían usado para lavar los implementos de la faena de un chancho. Aún recuerdo el agua mugrienta, las moscas revoloteando, y a Fátima caer de cola y sumergirse hasta la cabeza en aquella asquerosa agua. Yo corrí a ayudarla, pero ella salió como si nada.

–¡Qué suerte que esa agüita suavizó la caída! ¡Y qué buen refrescón me di con la calor que hacía!

–¿No te hiciste nada? –le pregunté alarmada.

–¡No! ¡Qué me vi’a hacer! Estaba linda el agua; eso sí, un poquito salada de más.

Enseguida se fue a bañar y pasó el resto de la tarde contando a quien quisiera escucharla las vicisitudes de aquella zambullida involuntaria. Narraba la anécdota riendo sin parar. Y a todos les hacía soltar carcajadas que no paraban hasta llorar. Yo jamás me hubiera reído de ese percance, pero ella lo contaba todo con tanta alegría y gracia que era imposible no contagiarse.

Así era mi amiga Fátima.

Una sola vez la vi seria. Fue cuando le pregunté por su infancia.

–Yo no fui a la escuela, ni tuve mucha educación –me respondió.

–¿No sabés leer ni escribir? –le pregunté.

–Sí, algo sé. Me enseñó la viuda d’Or.

–¿Quién? –le pregunté.

–La vieja, la patrona de mi mamá. Mi mamita fue sirvienta de la Elmirita d’Or, la viuda del francés ricachón.

–¿La que vive acá cerca, en la loma yendo para el arroyo?

–Esa mesmita. La señora Elmira López. Pero ella siempre se hizo llamar con el apellido del difunto: d’Or.

–¡Ah! Ya sé quién es. Nunca la vi pero me dijo mi amigo Octavio que es medio gruñona.

–¿Medio? Es un ogro esa vieja. ¡Pobre el finado d’Or!

–¿Por qué pobre?

–Imaginate, tener que aguantar a la vieja, ¡pobre hombre! En buen momento murió. Que Dios lo tenga en la gloria y que descanse ahora que puede, porque se le vuelve a acabar la paz cuando la vieja se le vaya a unir otra vez allá arriba.

–Y si era tan mala, ¿cómo te enseñó a leer y a escribir?

–Yo era más chica que vos cuando mi mamita murió. Y la vieja me hacía hacer todo el trabajo de mi madre. Pero no me pagaba ni un vintén, eh. Me decía que con las clases que me daba y con lo que yo comía ya estaba todo más que pagado.

–¿Y tu papá qué decía?

–¿Mi papá? Yo qué sé quién fue mi papá…

–¿No conociste a tu papá?

–A mi papá de verdad no, pero igual tuve un papá. Fue Alcides Gutiérrez, un pión de la estancia. Por disgracia, al poco tiempo de morir mi mamá él también se jue pa’l Cielo.

Vi los ojos de Fátima húmedos y no quise contribuir más a la tristeza del ser que más alegría me había regalado en tan pocos días.

–¿Vamos a juntar flores? –le dije para cambiar de tema.

–Las flores no se cortan, Lupe. Se dejan en la planta; allí dan color y perfume pa’ todo el que quiera mirarlas. Pero si vos te las llevás pa’ tu casa, solo vos podés olerlas y mirarlas.

–Entonces vamos a la quinta. Quiero mostrarte unas florcitas rosaditas y con la parte del medio amarillita. Son divinas. Las encontré el otro día mientras cortaba limones y me encantaron.

–Vamos –dijo entusiasmada. Y servicial como era enseguida agregó–: ¿Y si después hacemos una limonada pa’ los patrones y la pionada?

–Iupiiiiiiii. ¡Me encanta!

Y así, conversando y tarareando nos fuimos hacia la quinta.

Hoy que soy una persona grande, pienso dos veces antes de cortar una flor. Y cuando tengo que hacer algo que me disgusta, trato de tararear una canción; no soy muy buena entonando, pero a veces logro que se me pase el malhumor.

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[av_toggle title=’EL CANGREJAL – Gabriel Aznarez’ tags=»]
Roque es un chico muy inquieto, de carácter fuerte y una cierta cuota de violencia contenida que no tiene problema en dejar escapar, cuando la ocasión se presenta, contra algunos compañeros de colegio o contra sus dos hermanos menores. Este agosto cumplió 12 años… En verano toda la familia se traslada a un pequeño campo, en las cercanías del arroyo Solís Grande, propiedad del padre de Roque, un ingeniero agrónomo dedicado a la ganadería.

El arroyo Solís separa los departamentos de Canelones y Maldonado, y su desembocadura en el Río de la Plata es famosa por las peligrosas corrientes que se forman de manera imprevista, sorprendiendo tanto a turistas como a lugareños y causando frecuentes muertes por ahogamiento. Los conocedores del arroyo dicen que las corrientes forman una especie de tirabuzón que te chupa y te hace recorrer varios kilómetros bajo el agua hasta que te deja ir, ya muerto, por supuesto. Dicen que es como un gusano gigante y que si te atrapa estás perdido, ya que ni el más avezado nadador podría escapar de sus frías y húmedas garras. Incluso le han puesto un nombre, pero ese cuento tendrá que quedar para otra oportunidad pues no es el foco de esta historia.

El campo del padre de Roque estaba lejos de la desembocadura, a unos tres kilómetros. Allí el agua era mucho más tranquila, y si bien Roque tenía prohibido bañarse sin la supervisión de sus padres, se le permitía ir hasta el arroyo a jugar. Mejor correteando por allí que molestando a sus hermanos, pensaban sus padres.

A Roque le encantaba ir al arroyo; cada vez que podía se dirigía hasta ahí, aunque debía realizar una caminata de veinte minutos a través del campo. La razón era muy clara: en las orillas había un gran cangrejal. Una comunidad de varios miles de cangrejos. ¡Allí Roque podía dar rienda suelta a su naturaleza violenta! Y, munido de un buen palo recogido en el monte cercano, atacaba a los pequeños crustáceos con saña verdaderamente asesina diezmando la población. El primer día de verano en el campo, en particular, era una jornada que Roque disfrutaba sobremanera ya que, luego de casi un año sin ataque, los cangrejos volvían a retozar confiados al calor de la playa y esta se encontraba atestada de esos pequeños y pinzados animales. Ese día él tomaba la precaución de ir a hurtadillas hasta el borde mismo de la playa, protegido por la vegetación, de forma de tomar por sorpresa al mayor número posible de cangrejos.

Ese año fue distinto a los últimos cinco. (Conviene aclarar que desde los nueve practicaba este «deporte», como a él le gustaba llamarlo.) Ese año la playa estaba desierta, completamente desierta… No había ni un solo cangrejo, ni cerca ni lejos. Sorprendido, comenzó a recorrer la costa e incluso se metió en el agua en busca de las bocas de las cuevas, ¡pero tampoco encontró nada! No podía ser… ¿Cómo habían sido capaces de abandonarlo? ¡Qué desconsideración tan grande! ¿Y ahora qué hacía con toda aquella violencia acumulada que tenía en el cuerpo? No le fue difícil volcarla contra las gallinas, alguna oveja, sus hermanitos (pobres víctimas de hoy y de siempre) e incluso contra su madre, una vez que llegó de regreso a la casa. Toda esa frustración al no encontrar los cangrejos se transformó en una rabia incontrolable que desató sobre su familia como un huracán de viento y arena. Solo su padre pudo controlarlo en la tarde, cuando volvió de trabajar.

–No, los cangrejos no desaparecieron. Solo se mudaron… –contestó el padre ante la consulta de Roque sobre la extraña desaparición de los crustáceos.

–¡¿Se mudaron?! ¿Cómo que se mudaron? –preguntó desesperado, imaginando que sus días de masacre ya nunca volverían a repetirse–. ¿Adonde se fueron?

–No se fueron lejos, están en el recodo del río, ahí donde está el islote, un poco más tierra adentro…

–¡En el recodo, claro! –dijo, ubicando perfectamente a qué lugar se refería. No estaba lejos, simplemente había que tomar hacia la izquierda en el eucalipto en vez de seguir de largo. La vida pareció volverle al cuerpo…

–Por cierto que es muy extraña esta migración de los cangrejos. Desde siempre estuvieron en la orilla este del río… No soy un entendido, pero todos los lugareños opinan lo mismo: sin duda apareció algún depredador natural para provocar ese hecho en la comunidad de los cangrejos. Pero no me imagino cuál puede ser. No se ha visto ningún ave o animal nuevo por la zona…

A la mañana siguiente, en cuanto pudo abandonar la casa se dirigió nuevamente al arroyo y,  al encontrar el eucaliptus, dobló a la izquierda. Durante la caminata se las arregló para conseguirse un palo de buen tamaño, que fue limpiando de corteza y pequeñas ramitas. Quería estar pronto para, al llegar a la orilla, saltar sobre los desprevenidos animales y empezar esa masacre de la que el día anterior se habían salvado. Iba contento, como quien va a la heladería…, o a subirse a un juego en el parque de diversiones, con la panza cosquilleándole y los nervios a flor de piel. Así iba Roque, feliz, al encuentro de sus cangrejos, como si de una novia se tratara, solo que, en este caso, a la otra parte, los cangrejos, no les esperaba nada bueno…

Pero no fueron los cangrejos los sorprendidos al llegar a destino sino Roque mismo… Y es que no había ni uno solo retozando al sol en la orilla. Estaban todos en el islote, tal cual se lo había contado su padre la noche anterior.

–¡Maldición! –exclamó el muchacho–. ¡Maldición, maldición…, maldición! –volvió a gritar dejando escapar su frustración y la rabia que comenzaba a ganarlo. Esto era peor a que hubieran desaparecido… Ahora los podía ver, estaban al alcance de su mano, mas no los podía tocar… Los cangrejos parecieron reconocer la voz de Roque y recordar (si es que es posible que un cangrejo tenga memoria) que esa voz, o más bien que el emisor de aquella voz, no venía con buenas intenciones, ya que muchos de ellos, lentamente y caminando de costado, como es su principal característica, se fueron metiendo dentro de sus cuevas de barro, bajo el agua.

Roque quedó en la orilla maldiciendo y despotricando por un buen rato, hasta que se dejó caer impotente sobre la húmeda playa de arena y barro.

–¡Malditos bichos! Si parece que hasta se dieran cuenta de que estoy acá y se estuvieran burlando –se quejó y luego hizo de cangrejo–. ¡No puede, no puede, Roque no puede alcanzarnos…! ¡Malditos bichos! Pero si creen que esto va a quedar así están muy equivocados…

El muchacho tenía muy presente la prohibición de entrar al río sin la supervisión de algún mayor, aunque no fuera muy obediente que digamos… Pero también tenía muy claro que la profundidad de la lengua de agua que separaba el islote de la orilla era muy llana y la distancia, de apenas veinte metros. En la parte más profunda podría llegar a los treinta centímetros como mucho y en otras era tan llanita que los cangrejos, parados en las bocas de sus cuevas, sobresalían del agua y parecía que nadaban sobre ella. El único problema estaba en que el fondo del río era puro barro (razón por la cual allí vivían los cangrejos) y resultaba muy difícil caminar para llegar a la parte firme y seca de la isla. Pero había visto a los chicos del lugar, cruzarlo flotando sobre el agua e impulsándose con las manos en el fondo.

No lo pensó dos veces; ya se lo había imaginado y ahora la ansiedad era irrefrenable. Tomó el palo que tan pacientemente había pelado y se dirigió hacia el agua. A medida que se internaba en ella, el fondo de la playa, compuesto por arena y barro, dejaba lugar solamente al barro y a los pocos metros de la orilla comenzó a hundirse hasta la pantorrilla. Al hecho del suelo fangoso hay que agregarle que, en ese preciso lugar y justamente por la presencia de los crustáceos cascarudos, el fondo era un verdadero queso gruyer a causa de la infinidad de galerías que estos bichos construyen bajo el lecho del río. Es por eso que unos metros más adelante comenzó a hundirse prácticamente hasta la rodilla y no solo eso: con cada paso que daba podía sentir decenas de cangrejos morir aplastados en sus cuevas por su causa. Sentía perfectamente cómo sus cuerpos cascarudos se quebraban como nueces con cada uno de sus pasos. Esto, en vez de causarle una sensación de asco, le dibujó una sonrisa de satisfacción en la cara. ¡Había comenzado la masacre…! Llegó un momento en el que ya se hacía imposible caminar; el barro parecía intentar detenerlo y al tratar de sacar cada uno de sus pies para caminar se producía un efecto de vacío; para quebrarlo tenía que hacer un gran esfuerzo… Decidió entonces flotar sobre el barro ayudándose con sus manos para avanzar, como había visto hacer a otros chicos, años atrás… Ahora su cara estaba prácticamente en la superficie del agua y podía ver, en la parte más llana del trayecto, muchos cangrejos que ahora estaban casi a su altura. Extrañamente los cangrejos no se hundían dentro de sus cuevas al verlo pasar, sino que lo seguían con sus ojos retráctiles atentamente. Esto le llamó la atención: estaba acostumbrado a que corrieran desesperados de costado cada vez que aparecía en la playa. Supuso que el cambio de conducta se debía a que ahora se encontraban en su elemento.

«¡Bah! ¡Qué diablos me importa lo que hagan!», pensó. «Igual cuando llegue a la playa y me pueda parar los voy a destruir con mi palo…» Y entonces le pareció sentir algo, como un pequeño pellizcón en el muslo derecho. «No, debe de haber sido el raspón contra alguna ramita del suelo», pensó, desestimando completamente la posibilidad de que alguno de aquellos inofensivos animalitos se hubiera atrevido a pellizcarlo, a él, justamente a él, el dios destructor de los cangrejos… Pero enseguida volvió a sentirlo… ¿Podría ser posible que hubiera un cangrejo que lo estuviera pellizcando? Antes de que pudiera volver a cuestionárselo, recibió tres pellizcones más, y la respuesta a su inquietud vino de la forma más violenta que él se hubiera atrevido a imaginar. De repente, cientos ¡no, miles! de cangrejos se lanzaron sobre el ahora indefenso Roque, convirtiendo esa parte del río en un hervidero de sangre y muerte. Miles de pellizcones comenzaron a descarnar al muchacho, que no entendía lo que pasaba y no tenía cómo defenderse… Intentó erguirse pero se hundió más en el barro; tampoco podía nadar o sumergirse para escapar de aquella carnicería. Solo atinó a gritar, a gritar tan fuerte como sus pulmones le daban. Y su grito se extendió por sobre la superficie del agua, pero pronto, al llegar a la vegetación más pesada del campo, comenzó a extinguirse. Siguió gritando desesperado hasta que un cangrejo, más osado que el resto, se introdujo en su boca y de un solo pinzaso le extrajo la campanilla limpiamente. Y se movió como un loco, pero con cada movimiento se iba hundiendo más y más en aquella trampa de barro y agua…

Al mediodía, la madre de Roque se cansó de llamarlo para que fuera a almorzar mientras, en el río, los cangrejos habían ya dado cuenta del infeliz, del que emergía tan solo su pie izquierdo. Pronto su osamenta quedaría completamente hundida en lo más profundo del fango y pasaría a formar parte de la interminable red de galerías subterráneas de los cangrejos.

Ya nunca nadie volvería a saber del pobre Roque y su violenta naturaleza juvenil…

Un consejo
No maltrates ni lastimes animales por diversión… No importa el tamaño ni la utilidad, uno nunca sabe cuándo te la van a devolver.
Y otro. Si están por el arroyo Solís, no se metan al agua en la zona del cangrejal; ¡podrían no volver a salir jamás!
Y otro más. Si se bañan en la desembocadura tengan cuidado con el «gusano cristalino»: podría atraparlos y morir ahogados…

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[av_toggle title=’EL ÍDOLO – Daniel Baldi’ tags=»]
Lo vi y lamento haberlo hecho.

Lo vi y me odio por eso.

Pero lo vi y no puedo negarlo.

Me da bronca luego de tantas alegrías que me brindó a lo largo de la vida.

Cómo olvidar su debut en la primera de Peñarol. Recuerdo que los hinchas que ese día acudimos al estadio para alentar al carbonero (yo había ido con mi viejo, ambos hinchas fanáticos del manya) nos preguntábamos quién sería ese juvenil de apenas diecinueve años que el técnico decidía poner de titular y contra Defensor.

Ahí lo conocimos… y la descosió.

Yo estaba en cuarto año de liceo y será por esa energía adolescente típica de la edad que grité sus dos golazos de manera alocada y me enamoré de su juego y sus gambetas. Al otro día, cuando fui al liceo, me la pasé gastando a todos los hinchas de Defensor que habían ido a mi clase por la pintada de cara que ese pibe debutante les había hecho.

Allí estaba el mejor jugador que vi en mi vida, mi máximo ídolo, ese pedazo de crack que jugó tres años seguidos en Peñarol y luego emigró a Europa para seguir su carrera en Italia y encantar a todo el viejo continente con su talento.

Mientras él destilaba fútbol en el equipo al que le tocara jugar o en la selección uruguaya, en paralelo yo comencé con mi carrera y tuve que dejar de ir a ver a Peñarol con mi papá los fines de semana. El viejo siguió yendo pero yo tuve que dejar. A lo que nunca renunciamos sí, fue a aprontar el mate los sábados o domingos por la mañana y sentarnos a ver el partido de la Juve, donde nuestro máximo ídolo jugaba, y así seguir deleitándonos con sus jugadas a través de la pantalla chica. Luego pasó al Atlético Madrid y con el viejo cambiamos y comenzamos a ver el fútbol español. Y finalmente lo hizo en el Liverpool de Inglaterra, antes de su ansiado retorno a Uruguay, para terminar la carrera en su club de origen, en el glorioso Peñarol. Cuando anunció su regresó en una conferencia de prensa, mi viejo se largó a llorar de la emoción.

Nuestro ídolo confesó que quería volver luego de doce años afuera para terminar su carrera en Peñarol y sacarlo campeón luego de cuatro años de sequía. Recuerdo que mi viejo y yo nos miramos de manera cómplice y sonreímos al unísono.

Y ahora lo vengo a ver y me quiero matar. Si existe un jugador correcto en el fútbol uruguayo, ese es él. Nunca una expulsión, nunca una palabra de más con los árbitros. Y si existe un polo opuesto, ese es el tres de Nacional. Un “mala leche” total, artero y mal intencionado.

Pero al tres no lo vi y a él sí.

En la caminata me imagino a mi padre tomándose de la cabeza, rogándome y rogándole al cielo. No lo quiero hacer, viejo, en serio, no lo quiero hacer, contesto en mi mente como si lo estuviera escuchando.

Finalmente llego y me paro frente a él, ante mi máximo ídolo. Él me mira con la humildad que lo caracteriza y comienza a explicarme que el tres de Nacional le había pegado un codazo sin pelota y por eso él le había tirado esa patadita boba. Sin duda debe ser cierto, pero al tres no lo vi y a él sí.

Levanto la tarjeta roja hacia el cielo ganándome los insultos de toda la hinchada de Peñarol. Pienso en mi vieja que también es fanática del manya y debe estar sufriendo este momento junto a mis dos hijos en casa, quienes iban a ver el partido por tele con la camiseta de nuestro ídolo puesta.

Con la furia del rojo en lo alto, él me mira por última vez a los ojos de manera suplicante y yo siento que el corazón se me hace añicos. Pero sigo inhiesto, sin reflejar la más mínima emoción en el rostro, apuntando el cartón hacia el cielo despejado de esa tarde montevideana.

Mi ídolo no puede creer recibir una expulsión en su último clásico y a mí me dan ganas de llorar por ser el verdugo de su carrera. Pero lo vi y lo tengo que echar.

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[av_toggle title=’CAUDAL MÁGICO – Cecilia Curbelo’ tags=»]
El doctor, hombre blanco igual que sus patrones, la revisaba. Ella no se movió y dejó que la tocase. Por supuesto que estaba asustada, pero no podía evitar hacer frente a lo que veía. El honor de sus antepasados estaba en juego. Aquellos antepasados provenientes de Angola, conocidos por adivinar el futuro, le habían legado ese conocimiento instintivo que desembocó en su nombre: “Hechiza”.

Negra como el azabache, Hechiza había nacido en la ciudad de Montevideo. Su madre, esclava de la poderosa familia italiana Rizzoli, trabajó durante toda su vida en la quinta que estos tenían en la cuenca del Miguelete[1] hasta el día de su muerte que se produjo un año atrás, a sus treinta años.

La propiedad de los Rizzoli parecía no tener fronteras. Hechiza amaba sus tierras, el límpido y claro arroyo que las cruzaba y la libertad del campo. Podía mirar hacia el horizonte sin saber dónde finalizaba el predio.

A su manera, era feliz. Su madre le había enseñado que, mientras tuviera un techo en la cabeza y comida en el plato, no debía pretender nada más. Y no lo hacía.

Corría el año 1789 y ella contaba con quince años. Se encargaba de lavar la ropa, tarea que había optado entre las demás esclavas para estar más cerca de su adorado arroyo. No importaba si hacía frío, si el viento la azotaba, si las manos se le congelaban en el crudo invierno al introducir las prendas en el agua, siempre y cuando pudiera tocar ese manantial puro que la llenaba de energía y gozo.

Pero luego de la muerte de su madre, comenzaron a aparecérsele visiones terribles que Hechiza intentaba desechar infructuosamente. La primera vez estaba fregando ropa a orillas del Miguelete cuando vio una especie de cuenco de un material extraño. Suponía sería liviano porque flotaba. Era de color rosa. No había visto nada igual. Cerró los ojos y rogó que esa imagen se esfumara. No entendía qué significaba aquello. Tampoco es que se asustara, pues ya había tenido varias visiones antes, como la que le anunció la proximidad de la muerte de su madre. Pero esto… ¿qué significaba? ¿Qué era ese peculiar recipiente que flotaba en su arroyo diáfano? Abrió los ojos y toda el agua con su inmensa majestuosidad se le presentó inmaculada y cristalina, haciendo que Hechiza recobrara su respiración pausada y la tarea, aunque la imagen le rondaba su pensamiento inquieto y curioso.

La segunda visión la tomó desprevenida, siete días después. Enjuagaba la ropa de sus patrones cuando -de repente- vio cientos de vasijas como la anterior, de distinta forma y diversos colores. Eran tantas que prácticamente impedían ver el agua. Cerró los ojos, los apretó fuerte y la representación desapareció tan pronto como había llegado.

Esta vez comenzó a presentir que algo iba a suceder con su paraíso. El instinto y la sabiduría de sus ancestros le advertían que no iba a ser algo bueno.

Necesitaba confiar a alguien estas visiones que le amargaban sus noches, privándola del sueño aletargado luego de días de arduo trabajo. Decidió entonces contarle a sus compañeras esclavas lo que había estado aconteciendo. Todas provenían del mismo país africano, y eran por ende firmes creyentes de los poderes visionarios de Hechiza. Ellas fueron categóricas: de continuar con tales alucinaciones inexplicables, debía acudir al señor Rizzoli.

La preocupación comenzó a reinar entre las esclavas, lo que no pasó inadvertido a los ojos siempre atentos de Carlota, la encargada.

Fue la tercera visión la que convenció a Hechiza de comparecer ante los patrones. Estando ella en sus quehaceres al borde del arroyo, experimentó un fuerte dolor de cabeza. Se apretó las sienes y se las masajeó, hasta que algo la sacudió de forma repentina. Un olor pútrido. Fétido. Hediondo. Levantó la cabeza y se encontró con una catástrofe. Su arroyo cubierto de cuencos de colores variados, llenos de porquería. Junto a ellos, flotaban también desperdicios de comida, excrementos, bolsas de un material también extraño y demás objetos irreconocibles e incomparables con nada que ella había visto o tocado con anterioridad. El olor pestilente impregnó el lugar y Hechiza se sintió mareada.

Tambaleando, logró alcanzar la casa mayor y pedir a la encargada una entrevista con sus patrones.

-¿Para qué los quiere ver? –le preguntó desconfiada y ladeando la cabeza.

-Necesito advertirles de una visión, señora Carlota. ¡Es muy importante!

-Espere aquí. Voy a ver si la pueden recibir.

-Gracias, señora.

-Recuéstese en el aljibe. Tiene un semblante poco saludable –insistió la mujer.

-Como usted mande, señora.

El matrimonio Rizzoli recibió a la esclava y escuchó los relatos de la pobre joven. Les dio pena. Pero también sintieron terror. La muchacha había perdido el juicio, eso era evidente, aunque ¿qué tal si tenía la fiebre africana que había matado a tantos en el país, una década atrás? No, no podían arriesgarse. Llamarían al médico para que la reconociera. Y luego… luego verían.

Una hora más tarde, la carreta destartalada del doctor se divisaba en la lejanía. Al llegar, el hombre blanco se apeó y entró en la habitación oscura donde Hechiza reposaba sobre una litera. No percibió signos de fiebre, de sarna o de viruela, pestes que habían traído los negros esclavos venidos de Angola y Brasil a Uruguay. Pero la esclava sufría de algún mal. Sus delirios eran hasta desopilantes.

En pos de cubrirse por si se desataba alguna tragedia, el médico recomendó a los Rizzoli que la enviaran a cumplir una cuarentena al establecimiento “Caserío de Negros”[2]. Así fue que Hechiza partió, casi de inmediato, hacia un sitio desconocido pero del que había escuchado hablar a alguna de las suyas. Ya no sentía temor. Había hecho lo correcto al advertir lo que en un futuro podría suceder. Sus antepasados estarían orgullosos de ella.

Con la frente en alto ingresó al establecimiento. No esperó encontrar a tantos esclavos en un mismo recinto, muchos de ellos con ronchas cubriéndoles el cuerpo. Algunos con fiebre muy alta. Otros que no cesaban de rascarse.

Comenzó a sentirse débil una mañana de febrero. Ese mismo día descubrió que su cuerpo también presentaba esas singulares erupciones. Las visiones del arroyo Miguelete plagado de porquerías se le aparecían una tras otra sin descanso: basura flotando, agua turbia estancada, y -lo que era peor-, ningún vestigio de vida.

Dejó de alimentarse. Únicamente susurraba su añoranza por las aguas impolutas. Y gritaba. Gritaba desesperada, pidiendo ayuda. Sus pesadillas eran insoportables y el olor putrefacto la perseguía y se incrustaba en sus poros.

Los demás esclavos la observaban con dolor y compasión. La demencia era triste. Muy triste.

Murió el 1° de marzo de 1790. El mundo de entonces la creyó loca.

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[1] El arroyo Miguelete es el más contaminado del Uruguay en la actualidad. En el siglo XIX, sin embargo, este y sus entornos fueron de los lugares más ricos, poblados por familias pudientes quienes solían tener quintas de veraneo y demás. Hoy en día, el olor a putrefacción se siente desde decenas de kilómetros a la redonda, y es todo un problema ambiental para mi país. Hay asentamientos irregulares y es un área de peligro.

[2] Establecimiento situado en la boca del arroyo Miguelete, fundado en 1787, donde se enviaba a los negros esclavos que llegaban en buque para evitar la propagación de posibles enfermedades que hubiesen traído consigo. Tenía una manzana de terreno y estaba completamente amurallada.

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[av_toggle title=’FRANCISCO YA PUEDE VOLAR – Ana Laura Lissardy’ tags=»]
Francisco podía ver vientos, tormentas, volcanes y olas en una gota de lluvia en la ventana. Y podía ver un mundo entero en un grano de arroz.
Cuando echaba azúcar a su Vascolet, por ejemplo, veía a los sembradores y cortadores de caña en esa cascada blanca que caía en su taza. Cuando se acostaba y un rayo de luna entraba por su ventana, veía una galaxia entera y hasta la explosión del Big Bang. Podía ver toda la vida en su verdadera dimensión.
Cuando podía, porque muchas veces le llamaban la atención y lo rezongaban, por «distraído» o por «no prestar atención». Como le pasaba en la escuela. Porque Francisco también salía a volar con las palabras. Cuando la maestra hacía un dictado, por ejemplo, mientras sus compañeros de clase iban escribiéndolas, él corría y pegaba un salto sobre ellas como si fueran un skate y salía volando por la clase, por los pasillos, por la puerta de entrada de la escuela, las calles, la plaza, la canchita del barrio.
Siempre había una palabra que lo hacía salir a volar y que, con el impulso, le quitaba la capucha de la cabeza y hacía bailar a sus rulos negros con el viento.
Desde lo alto, Francisco lo veía todo. Un perro salchicha, un afilador, el moño de una niña, la cola de un gato apuntando al cielo… Hasta que la maestra lo rezongaba, le preguntaba qué diablos estaba haciendo, dónde andaba, y por qué no era capaz de escribir lo que le dictaba. Por eso algunos de sus compañeros se reían y burlaban, lo llamaban «distraído», y recalcaban que solo había escrito una palabra.
Francisco intentaba explicar dónde había estado pero, nervioso por el reto y las risas, entreveraba las palabras e incluso hasta las letras, mientras escondía todo su cuerpo en aquella capucha que siempre llevaba.
Después, apurado por escribir todas las palabras que le faltaban, en el atropello, las dibujaba al revés, boca arriba, corridas más allá o confundidas unas con las otras. La z con la s, la m con la n o la w, la r dada vuelta. Y siempre todo aquello terminaba con una nota con letras rojas de la maestra y un rezongo en su casa.
Pero un día llegó una nueva maestra a la clase, Sofía. Sofía era alta, usaba pollera y botitas verdes, y broches de distintos colores en su pelo
marrón y vertical. El primer día que hizo un dictado, vio a Francisco salir volando sobre las palabras y lo dejó alejarse por la ventana. Francisco viajó y viajó como hacía siempre, y vio un gorrión en un semáforo, una media en un tendedero, y muchas cosas más.
Cuando se cansó, volvió a la clase, y lo primero que vio fue la sonrisa de Sofía, que le dijo, apenas llegó:
—Bienvenido, Francisco. Tenemos curiosidad por saber por dónde anduviste. ¿Nos contás?
Francisco miró a sus compañeros, casi tan sorprendido como ellos, que no entendían cómo esa «rareza» podía ser tomada en serio por una
maestra.
—Sí, Francisco. Me encantaría saber qué hay allá, donde yo no puedo ver nada. Contanos.
—Eh… —dudó un momento mirando el banco—. Estaba escribiendo la palabra «solo» y entonces vi un calcetín colgado solo y triste en un
tendedero. Pero el calcetín salió volando con el viento y cayó sobre un gorrión que estaba parado en un semáforo y que, al levantar vuelo, hizo señalar a una nena que estaba esperando para cruzar la calle con su madre, que hablaba por celular. La mamá dejó de hablar por un segundo para ver lo que señalaba la hija y, por algo que vio, cambió una respuesta que iba a dar de «no» a «sí». Entonces, la persona que estaba del otro lado del teléfono pegó un salto de alegría e hizo caer dos libros del estante de una librería en la que estaba comprando. Y un hombre que estaba ahí al lado vio uno de los libros caídos, lo levantó y se rió porque era justo lo que necesitaba. Entonces…

Y así siguió Francisco, contando todo lo que había visto en el viaje y cómo una media rota y sola se había convertido en varias alegrías. Y todo eso había pasado mientras escribía la palabra «solo». Pero a Sofía parecía importarle mucho menos el tiempo que le llevó escribir que todo lo demás;
que todo ese viaje que acababa de contar.
—Gracias, Francisco, por esta aventura —le dijo Sofía cuando terminó—.
La palabra «solo» se transformó a través de las personas y de las historias en algo cada vez mejor, hasta hacer saltar de alegría. ¡Es una gran aventura! —y lo felicitó.
Los niños miraron sorprendidos y no dijeron nada. Pero el que más se sorprendió fue Francisco, que dibujó en su cara unos ojos redondos y una sonrisa tímida pero decidida.
Más se sorprendió los días siguientes, cuando sus compañeros se empezaron a acercar a él para pedirle que les contara qué veía en palabras que le decían: pato, renglón, hormiga, lápiz… Muchas veces eran palabras tristes (llanto, injusto, rabia…), y tal vez era algo que sentían. Francisco nunca preguntaba. Solo salía a volar sobre ellas (sin capucha, que ya casi nunca usaba) y, cuando volvía, les contaba todo lo que había visto. Sus compañeros lo escuchaban atentos y siempre, siempre, se iban de ahí con una sonrisa o hasta reían con él de la aventura. Nunca más lo llamaron «distraído» entre burlas. Quizás porque entendieron que distraídos andaban ellos, todos los demás.
Dicen que los contadores de historias y los escritores fueron alguna vez como Francisco. Y que cada vez que los leés, hacés que salgan a volar.
Y también dicen que tú mismo podés ser Francisco, si te dejás llevar.

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[av_toggle title=’LA VACACIÓN (Fragmento) – Fabián Severo’ tags=»]
La escuela sempre me enseñó a imaginar. Los primer día de clase, la maestra mandaba que nosotro escribiera contando nuestras vacación. Yo aproveitava los recreo para escuchar las historia de mis compañero. Con un pedazo de una y un retazo de otra, ía armando las palabra. Otros eran dueños de mis vacación.

Yo contaba que tenía viajado en Montevideo, que tenía ido en el estadio, que en el Parque Rodó me tinha pegado baito susto en el Tren Fantasma, que tenía visto uns macaco en el zoológico, comendo lo que la gente les tiraba. Escribía que merguyaba en la playa, onde las ola te dejan los ojo ardiendo. Tejiendo la memoria de uno con los recuerdo de otro, enllenaba los cuaderno, y era tan de verdad lo que contaba, que sentía como que era yo quien tenía conocido la alegría.

Otras vez, yo inventaba que no tenía podido viajar porque uns familiar tenían venido a pasar las vacación en Artiga. Creo que asvés, la maestra no entendía mis historia porque sinó ella se tenía que dar cuenta que yo soñaba. Artiga no tiene vacación. Solo una vez mis tío se vinieron de Montivideo porque tenía muerto el hijo de la Negra, y tuvimo que conseguir un colchón prestado con la Neusa para que ellos se deitaram en la cocina. En mi casa, no había lugar para nadies.

Muchos año después, conocí Montevideu, y descubrí que el mar era más bonito en mis cuaderno.

Fabián Severo
Fragmento del libro inédito Viralata, escrito en DPU (dialecto portugués de Uruguay, o “portuñol”)

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«Los dialectos portugueses hablados en la región fronteriza uruguayo-brasileña son variedades típicamente orales e informales, de uso doméstico. Fabián Severo propone una versión escrita de esas variedades, tomando como referencia algunos rasgos fónicos, morfosintácticos y léxicos». Graciela Barrios.

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[av_toggle title=’LA LLAMADA – Marcos Vázquez’ tags=»]
Mi mano golpeó una y otra vez el despertador hasta que cayó al suelo y se abrió por la mitad. Por más que trataba, no lograba acallar el sonido que perforaba mis oídos. El timbre continuaba sonando. Segundos más tarde, descubrí que no se trataba del pobre reloj, sino de mi celular. Sin abrir los ojos, tomé el aparato y atendí la llamada.

—Hola… —dije, entre dormida y preocupada.

—Si querés volver a ver a tu padre con vida, te esperamos a las ocho y media de la mañana en la bajada veinticuatro de Solymar; en la playa. Si la policía o alguien más se entera, tu padre es hombre muerto.

—¿Cómo dice? Mi padre… ¡Hola!

Era inútil; ya había cortado. No sabía si la conversación había sido real o si se trataba de un sueño y me despertaría en cualquier momento. Me incorporé en la cama, miré la pantalla del móvil para ver si reconocía el número, pero decía «número oculto».

Traté de recordar la voz: sonaba grave y rasposa, como la de un hombre ya entrado en años, aunque podía estar desfigurada para que no la identificara. ¿Se trataría de una broma de mal gusto? ¿Qué hora era? Otra vez recurrí al celular: las siete de la mañana. Recordé que era domingo. Con razón estaba tan dormida. La noche anterior me había acostado después de las tres.

Volví a enfocarme en la llamada. ¿Quién sería el gracioso?

Por un momento me sentí tentada a dejarme caer sobre las sábanas, taparme con el acolchado y seguir durmiendo.

¿Y si no era broma? Pensé en llamar a la policía. ¿Qué les diría? ¿Que alguien había arruinado la única mañana en la que dormía hasta tarde en la semana? Por otro lado, ¿si era en serio y al llamar a la policía hacía que lo mataran? No podría vivir el resto de mis días con ese peso sobre mi conciencia.

Si quería acudir al lugar y a la hora indicada, debía apresurarme. Me levanté y fui a darme una ducha. Mientras lo hacía, pensé en telefonear a un amigo para que me acompañara, no me gustaba la idea de ir sola. Pero el hombre había sido muy claro en que si alguien más se enteraba lo mataría. ¿Y si mi acompañante se ocultaba en el asiento trasero o en el maletero? No, esa no era la solución; pondría ambas vidas en peligro. Si iba a ir, debía hacerlo yo sola. «¿Si iba a ir?» No me lo había cuestionado hasta el momento. Era una opción válida. Quizás la mejor. No ir y hacer de cuenta que no había recibido la llamada.

Tras meditarlo un instante, concluí que era lo correcto.

Como sabía que no podría volver a dormirme, decidí aprovechar la mañana. El miércoles debía rendir un examen, así que no me venía mal haberme levantado temprano.

Me vestí y fui hacia la cocina, calenté el café que había quedado del día anterior y puse a tostar una rodaja de pan. Cuando saltó de la tostadora me senté a la mesa a desayunar. No pude probar bocado. Mi mente y mi estómago no me lo permitieron. Sobre todo mi mente, que en el fondo seguía sin decidir qué hacer: «Si no voy, van a matarlo; y si voy… a lo mejor también lo hacen, o quizás sea una trampa para robarme».

Bebí el café de un solo trago. La tostada quedó en el plato. Comprobé la hora otra vez: las ocho menos diez. Estimaba que llegar hasta el punto indicado me tomaría unos quince minutos en auto, por lo que disponía de poco tiempo para decidir qué haría.

Busqué abrigo. Estábamos a fines de agosto y el invierno golpeaba con fuerza. ¿En la playa? Una jugada inteligente. No querían a nadie alrededor. Un domingo a esa hora, con el frío y el viento, seguro que no habría ni un alma. Por otra parte, al ser un lugar tan abierto, me verían venir desde lejos.

Me pregunté qué irían a pedirme. ¿Dinero? Esperaba que no, porque no tenía más que unos pocos pesos en mi billetera. De todos modos, no importaba lo que me pidieran, si iba, estaría en sus manos.

¿Y si entraba a la playa algunas cuadras antes de la bajada veinticuatro? De esa forma podría pasar por la zona sin detenerme y observar quiénes o qué me aguardaban.

Otra tontería… ¿Qué me garantizaba que, al ver acercarse un auto, no le dispararían?

Tenía que aceptar las condiciones establecidas o no ir.

«Voy», concluí. Debía arriesgarme.

Caminé de un lado al otro del living con la cabeza baja, el abrigo en mis manos y temblando por los nervios. Miré la hora por última vez: pasaban unos minutos de las ocho. Tomé las llaves del coche y me dirigí hacia la puerta de calle.

Cuando salí, sentí que el viento gélido me helaba el rostro. El parabrisas estaba cubierto de escarcha, pero ya no disponía de tiempo para volver a buscar agua caliente, así que encendí el auto y activé el limpiaparabrisas.

Mientras se calentaba el motor, evalué por última vez la posibilidad de no ir: «hasta aquí llegué; mejor vuelvo a entrar en casa».

Por última vez, desistí de hacerlo.

Mientras conducía, no dejaba de cuestionarme por qué lo hacía. ¿Por qué fuerzas del destino había sonado mi celular en lugar del de la persona correcta? ¿Por qué no alcancé a decirle al hombre que llamó que mi padre había fallecido hacía ya cinco años?

La vida de un completo desconocido estaba en mis manos.

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