Colección Lectores de la Banda Oriental – MAYO de 2020

El gran Gatsby es la novela más famosa de Francis Scott Fitzgerald. Sin embargo fueron los cuentos los que siempre lo sacaron de apuros.

Perseguido por las deudas, urgido en publicar y cobrar cuanto antes, sus relatos en revistas y diarios encantaron a toda una generación de estadounidenses que vivía los alocados años veinte.

Referente y espejo de una época, Fitzgerald la trasciende por su maestría indiscutible para narrar historias que siguen siendo fascinantes.

UN MUCHACHO DEL MEDIO OESTE EN LA MONTAÑA RUSA

Mucho más que en otros autores, en Francis Scott Fitzgerald (1896‒1940) se hace muy difícil separar su obra de su vida. El propio escritor era consciente de ello al señalar: «No sé si soy real o si soy un personaje de una de mis propias novelas». Es muy probable que gran parte del encanto en los textos de este escritor provenga de esa confusión entre realidad y ficción. Entre otras cosas, sin duda que eso fue lo que subyugó a los lectores de su primera novela, A este lado del paraíso (1920), quienes agotaron edición tras edición, llegando a vender más de cuarenta y un mil ejemplares el primer año. La mayoría de los compradores eran jóvenes veinteañeros coetáneos del novelista con experiencias, desengaños y aspiraciones parecidas a las que se reflejaban en el libro. La época descrita era la que estaban viviendo en ese momento, marcada por el final de la Primera Guerra, la euforia por el retorno de las tropas y la avidez de beberse la vida de un solo trago antes de que otra tragedia volviera a oscurecer el cielo. Todo coincidía convenientemente para que la novela fuese un notable suceso en aquellos tiempos modernos, cuando el éxito se medía exclusivamente en función del dinero obtenido.

Tal vez encandilado por aquel presente rutilante, Fizgerald llegó a afirmar que en la vida de los estadounidenses no había segundos actos. Transcurría la era del jazz, como él mismo la bautizó, los locos años veinte, la época de prosperidad que parecía eterna. Sin embargo se equivocó en aquella apreciación general, y lo que es peor erró los cálculos referidos a su vida personal. Aquel que negaba la existencia de segundos actos, con el tiempo vio que en su vida (como señaló Malcolm Cowley en un artículo de 1945 en la revista New Yorker), hubo lugar no sólo para un segundo acto, sino también para un tercero, y para un epílogo, como si fuera poco.

Hace muchos años, en una crónica periodística, García Márquez describía a Ernest Hemingway como un muchacho del Medio Oeste volando en un planeador. Una imagen casi fotográfica que permite ver al escritor joven en lo alto, suspendido en el aire y librado a la suerte de los vientos. Para el caso de Fizgerald también oriundo del Medio Oeste (había nacido en Saint Paul, Minnesota), habría que cambiar el planeador por la montaña rusa. Pendientes inclinadas y caídas libres se sucedieron a lo largo de su vida breve de cuarenta y cuatro años, durante la que publicó cuatro novelas y alrededor de ciento sesenta relatos, contando los de la época escolar y los que se encuentran a caballo entre la ficción y el ensayo.

Hacer dinero, obtener prestigio social y ser famoso estaba en el horizonte temprano de aquel muchacho que, luego de cursar como interno en un colegio católico de Nueva Jersey, a los diecisiete años ingresó en la prestigiosa universidad de Princeton. Aficionado a las comedias musicales que veía en los teatros de la vecina Nueva York, creyó que la llave del éxito estaba en escribir operetas. Luego de llenar cuadernos, y con la experiencia de haber visto representada una obra suya en la natal Saint Paul, se enteró de que en Princeton existía un club de estudiantes, el Triangle, que entre sus cometidos tenía poner en escena, una vez al año, una comedia musical. No lo dudó, Princeton sería su destino. Fracasado en su intento de ingresar al plantel de fútbol americano de la universidad, debió conformarse con ser aceptado en el Triangle. Ya en el segundo año universitario Fitzgerald era un personaje importante en Princeton, era miembro prominente del club y publicaba en The Tiger, la revista de los estudiantes. Al tercer año, que debería ser el de la consagración, fue radiado de esas actividades por sus notas insuficientes en las materias cursadas. Éxito y fracaso, ascensión y caída marcarían una constante en su vida.

Aunque desde el punto de vista académico Princeton no le fue de utilidad, allí encontró el material suficiente para el primer intento de escribir una novela, The Romantic Egotist, que en 1918 fue rechazada por los editores. De aquellos años recordaría: “No tenía las dos cosas más importantes: atractivo animal o dinero, aun cuando poseía las dos cualidades secundarias: buen aspecto e inteligencia. Así que siempre conseguí a la mejor chica.”

La fascinación por el mundo de los ricos, la obsesión por el dinero, lograr el ascenso social al ser aceptado en los círculos de prestigio, y la conquista de la muchacha que estaba un escalón más arriba son algunas de las constantes verificables a lo largo de cuentos y novelas de Fitzgerald. Quien haya visto la versión cinematográfica de El gran Gatsby de 1974, tal vez recuerde los esfuerzos de Robert Redford por deslumbrar a la mujer que en su juventud había sido inalcanzable. Zelda, la rubia más linda de Alabama, la hija del honorable juez Sayre, fue la conquista más brillante y perdurable de Scott Fitzgerald y también motivo, entre otros propios del escritor, de sus desgracias.

Zelda no aceptó casarse hasta tanto Fitzgerald no hubiese publicado su primera novela, en la que ambos confiaban, a impulsos de los editores que auguraban sería un éxito. Y lo fue con creces. Juntos derrocharon la fama instantánea. El novelista era el escritor de moda, y ella la flapper por antonomasia, el mejor ejemplo de la mujer moderna que vestía polleras por encima de la rodilla, llevaba el pelo corto, a la altura de la mejilla, se maquillaba para estar en su casa, fumaba en público en prolongadas boquillas de marfil, manejaba automóviles y se emborrachaba a la par de los hombres. En 1922, Fitzgerald publicó su segunda novela, Hermosos y malditos, de la que vendió trece mil ejemplares, y que pasó sin pena ni gloria para los críticos. No obstante eso, las fiestas interminables continuaron, tanto en Nueva York como en París o en la Riviera francesa, y marchaban al ritmo de un tiempo que parecía inacabable. Mientras Zelda ya daba muestras de las perturbaciones psiquiátricas que finalmente le harían terminar sus días internada en un manicomio, Fitzgerald se prodigaba escribiendo cuentos para las revistas ilustradas que le permitían mantener con holgura aquel estilo de vida. Por entonces recibía por año el equivalente a trescientos mil dólares de hoy, que pronto se escurrían como agua entre los dedos. Hemingway, que había conocido a los Fitzgerald en Francia, trazaría después un despiadado retrato de la pareja en el póstumo París era una fiesta (1964), ensañándose con Zelda, a quien acusa de gavilán, la causante de que Scott desperdiciara su talento en escribir cuentos para revistas.

En 1925 publicó El gran Gatsby, y si bien no fue un éxito de ventas tan clamoroso como había sucedido con la primera, la crítica en cambio fue mucho más entusiasta que con las dos anteriores, reconociendo las virtudes innovadoras de la novela. El influyente T.S. Eliot señaló que El gran Gatsby era “el primer paso que la novelística norteamericana ha dado desde Henry James.” Por su parte, Arthur Mizener, uno de los mayores especialistas en Fitzgerald escribió que “era algo nuevo, extraordinario y hermoso, sencillo e intrincadamente tramado.”

No obstante esas críticas, Fitzgerald debió continuar con su tarea de escribir y publicar de inmediato, para seguir fiel al estilo de vida al que se habían acostumbrado, Zelda, él y también la niña, Frances, nacida en 1921. Eso fue así hasta que la estrella perdió su brillo y terminó apagándose, coincidiendo con el fin del período de prosperidad que había vivido Estados Unidos.

Aunque publicó su cuarta novela, Suave es la noche, en 1934, muchos de los que lo recordaban se sorprendían al ver su nombre, ya que pensaban que había muerto hacía tiempo. Entonces tenía menos de cuarenta años. Olvidado, pobre, enfermo, hundido en el alcohol, y peleándose con los productores de Hollywood (la novela inacabada que se tradujo como El último magnate, 1941, está basada en la figura de Irving Thalberg, mítico zar hollywoodense), entonces se sentía como el plato rajado que se evita mostrar cuando hay invitados y termina confinado en la heladera. Así se describe en una de las crónicas del desgarrador y estupendo The Crack Up, publicado en 1941 por los oficios de Edmund Wilson, viejo condiscípulo de Princeton. Piadosamente la muerte, bajo la forma de un infarto, había terminado con sus pesares un año antes.

LOS CUENTOS SELECCIONADOS

Apenas una muestra limitada del talento de Scott Fitzgerald para escribir buenas historias, con personajes memorables y certeros apuntes de época, que describen distintos momentos de la sociedad estadounidense a través del tiempo. Perseguido siempre por las deudas, urgido en publicar y cobrar cuanto antes, el escritor confíó siempre y exclusivamente en su capacidad como narrador para salir adelante. Hacía lo único que sabía hacer, escribir, de la mejor manera. Wilson decía que su antiguo compañero universitario tenía “instinto para la prosa graciosa y viva.” La muestra variada que se ofrece a continuación es una oportunidad para comprobarlo.

“Una noche en la feria” pertenece a la serie, compuesta originariamente por nueve relatos, protagonizada por Basil Du,ke Lee, evidente alter ego del autor. Reducida a ocho, la serie fue publicada en el Saturday Evening Post,entre el 22 de abril de 1928 y el 27 de abril de 1929. Cada uno de los cuentos está centrado en un capítulo preciso de la vida del personaje central: un adolescente adolescente de clase media que se asoma a la vida.

“Sueños de invierno” fue publicado por primera vez en 1922. A la luz de El gran Gatsby, publicada tres años después, este cuento guarda estrecha relación con el protagonista de la novela más famosa de Fitzgerald. El joven Dexter Green, así como Jay Gatsby, es un ambicioso que se empeña en conquistar a la muchacha rica, frívola y aparentemente inalcanzable, acostumbrada a jugar con los hombres.

“Cabeza y Hombros” inauguró (el 21 de febrero de 1920) una fructífera relación entre Fitzgerald y el Saturday Evening Post. Faltaba un mes para que apareciera A este lado del paraíso y la revista ya lo remuneraba con cuatrocientos dólares por un cuento. En 1929 le pagaría diez veces más, en consonancia con la fama alcanzada por el autor. Tragicómica, esta historia podría prefigurar el efecto que Zelda terminaría provocando en Scott, en un caso evidente de la vida imitando al arte.

“La última belleza”, publicado en el Saturday Evening Post, el 2 de marzo de 1929, retoma el tema de las diferencias sociales y culturales entre el Norte y el Sur de EE.UU., presente en muchos cuentos de Fitzgerald. Así como lo había sido Sally Carroll Harper, en “El palacio del hielo”, de 1920, aquí la protagonista, Ailie Calhoun, es la típica mujer del Sur. Una belleza sureña que si bien juega a alentar a los pretendientes del Norte que se le presentan, en el fondo siente desdén por ellos.

“El curioso caso de Benjamín Button” es un cuento raro dentro de la producción de Fitzgerald, y costó venderlo a las revistas, que preferían los “relatos sobre chicas a la moda”. Finalmente se publicó en Collier, el 21 de mayo de 1922. Se trata de un cuento fantástico que, por más absurdo que parezca el asunto, se lee como si fuera realista, porque la maestría del autor hace que todo parezca verosímil. Tal vez algunos lectores recuerden la película homónima protagonizada por Brad Pitt, realmente asombrosa.

Milton Fornaro